domingo, 9 de noviembre de 2014

Casi un tango

Nos enamoramos una tarde de verano. Eramos jóvenes, frescos y deshinibidos. La vi en la plaza del barrio, y al escucharla reír me sentí inmediatamente atraído. Estaba con su mejor amiga, eso por supuesto, lo supe después. Nunca quiso contarme que le causó tanta gracia. – Es un secreto dijo.
Quedó embarazada y como se estilaba en esa época nos tuvimos que casar. Yo era el hombre más feliz de la tierra. Creí que ella también lo era. Tuve que conseguir dos trabajos para mantener la familia, ella se ocupaba de la casa y los bebés. Tuvimos mellizos. Nos veíamos poco la verdad. Los fines de semana ella salía a refrescarse, como le gustaba decir, para recuperar fuerzas después de una semana encerrada en la casa con los chicos. Tuvimos dos críos más, que sumaron distancia a nuestro matrimonio. A mi manera yo seguía siendo feliz, tenía un trabajo que me permitía mantener dignamente a mi familia, una mujer que seguía viendóse hermosa y atractiva, y cuatro hijos maravillosos.
Una tarde, al regresar a casa me encontré con una sorpresa. Una vecina se ocupaba de darle de comer a los chicos.
-  ¿Dónde está María? le pregunté
Por toda respuesta bajó la mirada.
Perturbado, y con mil pensamientos uno más terrible que el otro la zamarreé para obtener una respuesta. Los chicos  asustados, se largaron a llorar, creando un escenario más drámatico aún.
La vecina temblando me entregó un sobre que  estaba abierto, asi que supuse que lo había leído. De ahí su cara de... No pude definirla en ese momento.
Querido Ernesto:
Sé que esta carta va a sorprenderte.Todos estos años creíste estar al lado de una mujer feliz, y yo me sentía profundamente desdichada a tu lado. Sos un buen hombre, no lo niego. Pero no sos lo que necesito a mi lado. La vecina hace años que se ocupa de los chicos, y hasta creo que te ama en secreto. Esto te lo digo porque nunca fuiste bueno para interpretar a la gente y tal vez te ayude. Perdón si te sueno cínica. Por una vez en la vida quiero hacer lo que realmente deseo, sin importarme el qué dirán. Por eso me voy, para empezar a vivir la vida que siempre soñé, lo que siempre quise vivir, con  ella.
Nunca te voy a olvidar.
María.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Carta abierta a la vida

La vida me ha golpeado muchas veces. He llorado, perdido, sufrido. Tuve dolores físicos y en el alma. Emigré. Me caí. Me humillaron y me  lastimaron. Sentí el corazón estallar de dolor, la tristeza fue una persistente compañera. Y con el tiempo aprendí a seguir adelante, a pesar de todo y de todos. A dibujarme una sonrisa en el rostro aunque no tuviera ganas de sonreír, a rodearme de gente que valga la pena, a descartar la que no, a caminar con la frente alta, a levantarme de la cama aunque ésta intentara retenerme a la fuerza.
Crecí. A golpes de la vida.
Avancé, a veces a rastras, otras empujada por manos queridas.
Y me levanté, aún sin ganas ni voluntad.
Nadie me regaló nada.
Hoy, en la mitad de mi camino soy más sabia.
Aprendí que la vida es una ruta escarpada, hay que aferrarse para que no te pasen por encima.
Hay que ser humilde. Entender que la vida puede cambiar en un instante. Llorar sólo cuando es indispensable. Y reír siempre que se pueda. La vida te da oportunidades de cambiar. De ser mejor persona. De superarte a vos mismo. Hay que aprender a mirar con otros ojos, los del alma.
Aprendí que ayudar al otro es un egoísmo sano, me hace sentir bien.
Aprendí que debo dejar volar a mis hijas, aún reteniendo la respiración, sin poder evitar que sufran, tan sólo secar sus lágrimas, y eso sólo si ellas me dejan. Esa es la parte más difícil del camino. Dejar ir pero estar. Cuidar sin invadir. Permanecer cerca sin interferir, a menos que lo pidan. Lo más duro de ser madre es ver sufrir a tus hijas y no poder hacer nada por evitarlo.
Aprendí que en vez de mirar lo que hace el otro es preferible ocuparse de tu propia vida.
Aprendí a no juzgar. Cada uno tiene sus razones. Sus tiempos. Su verdad, aunque no sea igual a la mía.
Aprendí que todos más tarde o más temprano sufrimos y que cada cual lleva su propia mochila.
Aprendí que los errores se perdonan. Los ajenos y también los propios. No somos perfectos. Ni infalibles. De nada sirven los reproches. El error sirve para aprender, para superarnos y conocernos mejor.
Aprendí a ser yo misma, con todo lo que eso implica.