Salió al encuentro de la lluvia y desapareció. Le gustaba hacerlo. Escapaba por la ventana, y corría, corría, corría. Saltaba los charcos de la vereda, se empapaba hasta los huesos y después volvía a refugiarse en el calor del hogar. Podía tardar un rato o días en volver. Lo máximo fue una semana. Ya lo creíamos perdido y volvió sucio, más flaco, famélico y embarrado. Lo reconocí por sus ojos, que eran de un color amarillo brillante.
- ¿ Dónde está Simón?
- Apenas empezó a llover se escapó por la ventana.
Miré a mi mamá y vi un profundo pesar. Me pareció exagerado.
Cuando me fui a dormir, Simón aún no había regresado. Afuera lloviznaba. Volvió a mi mente la profunda tristeza de mi madre. Y entonces lo comprendí todo. Mi padre se había ido cuando yo tenía cinco años. Nunca volvió. Recuerdo que esa noche llovía, los truenos me despertaron y fui corriendo a su habitación. Encontré a mi madre llorando, sentada en la cama, abrazando sus rodillas. Le pregunté si ella también llovía. Mi madre se rió ante mi ocurrencia y me abrazó tan fuerte que me dolió. Nos quedamos dormidas. A la mañana siguiente mamá dijo:
- Tú papá se fue y no va a volver. Ahora sólo somos vos y yo.
Nunca más volví a verlo ni supe más nada de él. Me levanté sin hacer ruido y fui a buscar a mi madre. Estaba sentada en su cama, abrazando sus rodillas. No lloraba. Sus ojos secos bastaban para expresar su dolor. Me acerqué y la abracé sin decir palabra.
Pasaron varias semanas. Simón no volvió. Ya no lo esperabámos.
Una tarde tocaron la puerta de calle. Fui a abrir. Me quedé muda. Un hombre muy parecido a mi papá me sonreía. Sus ojos eran de color amarillo brillante, iguales a los de Simón, mi gato.