lunes, 7 de julio de 2014

Una silla vacía

Se sienta todos los días frente a la ventana. No le importa lo que dicen.  Pasan las horas, los días, las semanas. No habla. Cada tanto intentan disuadirla. Ella sigue firme. A veces asiente y hasta sonríe. Sospechan que no es a ellos. Ella lo espera.
- Sara tu hijo está muerto. No va a volver. Ella permanece inmóvil.
- Mamá por favor… Tenés que continuar con tu vida. Ya pasaron meses desde que lo mataron...
Sara puede hablar. Mas no lo hace. No quiere. Todas sus palabras se las llevó Itzik. No hay gritos de angustia. Hay un llanto que sólo escucha dentro suyo. Nadie ve sus lágrimas. Nadie. Su dolor sacude sus entrañas, se desparrama por sus venas, aúlla en silencio. Carcome. Aplasta. Gruñe. Asfixia.
Pasan los meses y Sara permanece sentada frente a la ventana. Ya se acostumbraron a verla allí. Ya no intentan disuadirla.
A veces revive en su mente los últimos momentos de su hijo, siente su angustia, palpa su miedo. Cose los retazos con lo que le contaron que sucedió. Una muerte porque  si, una letanía de odios, una guerra sin fin.
Otras, ve aparecer a su hijo por la ventana, sonriendo, cantando antes de llegar a casa...
Un día Sara desapareció, la silla vacía frente a la ventana, las cortinas bailando con la suave brisa. Nadie sabe donde está. Algunos sospechan que se encontró con su hijo, en otro lugar, en otro espacio, en otro tiempo, justo allí, donde el odio, la muerte y la guerra no tienen cabida.