jueves, 29 de noviembre de 2012

La pesadilla de Carlos


Este mes en el proyecto de Adictos a la escritura la propuesta es la escribir  un microrelato con la     elección de un texto entre tres
opciones 

Elegí: Un hombre en una consulta dental, con fobia al dentista. No pueden utilizarse en el texto las siguientes palabras: MIEDO, TERROR, PANICO, FOBIA,PAVOR




Ubicado en el sillón comenzó a temblar
- Cálmese buen hombre, esto no le va a doler.

No existían las palabras que pudieran convencerlo. Había intentado todo: ejercicios de relajación, control mental, medicina alternativa. Nada  consiguió relajarlo. Debía hacerse un tratamiento dental, quisiera o no.
El dentista, hombre experto, había tratado varios pacientes como Carlos. Sabía que existían casos extremos, y que nada funcionaba. Hace unos meses había elaborado un plan que venía funcionado con éxito. Decidió utilizarlo también con Carlos. Apretó un botón y Giselle apareció al son de una suave música.
Vestida con un delantal de enfermera, cofia, medias blancas caladas con ligas, ropa interior de encaje. Lentamente comenzó a desvestirse, con movimientos sensuales, invitantes, provocadores. Giselle era una artista, sus pasos eran felinos, hipnotizadores, audaces...
Cada prenda iba deslizándose suavemente  al piso, formando una montaña de erotismo en el suelo.
Listo mi amigo, ya acabé. Puede cerrar la boca.-

lunes, 26 de noviembre de 2012

Dolores de guerra




La angustia se acurruca en un rincón, empujando a su paso al miedo y la incertidumbre. Veloz viene detrás la impotencia, que aplasta al resto, dejando a mi alma anegada de lágrimas...


Pintura de Afredo Sincleir

viernes, 23 de noviembre de 2012

Guerra



Los aviones rugen furiosos
lastimando el cielo
en su intento claro
de a su gente defender. 

La tierra clama
en nubes negras.

El odio ciego
aplasta la inocencia
tras máscaras absurdas,
cobardes.

¿Y la paz?

La paz se esfuma
desangrada.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El ascensor


La cita era a las diez. El edificio era antiguo, de techos altos, paredes cenicientas, piso de mármol que supo tiempos mejores. Me había recogido el pelo, llevaba puesto un pantalón azul y una blusa de gasa. Me miré en el espejo, estudiando mi imagen y sonreí en un intento de  darme ánimo. Saqué el papel de mi bolso, no recordaba si era el séptimo u octavo piso. Me sentía inquieta, no me gustaba el lugar. Ya estaba ahí y la verdad es que necesitaba el empleo. No podía darme el lujo de ignorarlo solo porque el edificio no me resultara agradable ni acogedor. Rechacé el impulso de salir corriendo. Esperé unos instantes hasta que llegó el ascensor. Subí con cierta aprensión, no tenia espejos, parecía una enorme caja pintada de verde. Una sensación de asfixia se apoderó de mí. Apreté el botón, y comenzó a descender. Me fijé nuevamente por si me había equivocado, el número ocho estaba iluminado. La asfixia se acentuó. Traté de tranquilizarme e imaginé que lo habían llamado desde el subsuelo. Pasaban los segundos y no se detenía. Hasta me parecía que cobraba velocidad. Bajaba, bajaba y seguía bajando. Comencé a marearme. Esto no era posible. El número ocho comenzó a parpadear, como si me guiñara el ojo, hasta apagarse por completo. La oscuridad se hizo presente, una garra invisible apretaba mi garganta. Un sudor frio me recorría de pies a cabeza. Apretada a mi bolso cual escudo de guerra esperaba ansiosamente que el ascensor finalmente se detuviera.
Traté de tranquilizarme concentrándome en respirar pausado, exhalando lentamente. En algún momento debería detenerse y habría una explicación lógica a todo esto. Mientras pensaba esto el ascensor seguía bajando, totalmente indiferente a mis cavilaciones.
No sé cuánto tiempo pasó, a mi me pareció una eternidad. Finalmente se detuvo. Expectante esperé a que las puertas se abrieran. No tenía idea de con que me podría encontrar. Al principio no distinguí nada, mis ojos tardaron unos segundos en readaptarse. Me costaba moverme, estaba entumecida. Mis músculos tensos no querían colaborar. No sabía qué hacer, si quedarme quieta, si gritar pidiendo auxilio o salir sigilosamente a otra oscuridad que parecía tragarme. Opté por la última opción. Mis pasos eran sumamente lentos, precavidos, en un intento de tantear lo que mis pies pisaban. Esforcé al máximo mis sentidos, la vista no ayudaba en la oscuridad reinante, el olfato no distinguía aromas definidos, el oído parecía sordo, el gusto del café de la mañana hacia tiempo había desaparecido, y el tacto solo sentía el frio de mi bolso que aun mantenía pegado a mí. Parecía estar sumergida en una caverna, lejos de todo y de todos. Mi mente insistía con su racionalidad de que esto debía tener una explicación. Por más que me esforzara yo no encontraba ninguna. Avancé un poco más. Comencé a ver algunas sombras, y una luz muy tenue. De pronto algo se movió muy suavemente erizándome el cabello de la nuca. Traté de enfocar mi vista y asombrada descubrí un gato negro con un ojo y dos patas manchadas de blanco. El parecía a la vez que temeroso contento de tener compañía. Me agaché para poder acariciarlo, su cuerpo se curvó, mientras extendía la cola hacia arriba. Parecía dispuesto a atacarme, aunque dudó y finalmente pudo más la necesidad de una caricia. Estaba muy flaco, de comida y de afecto. Se pegó a mis piernas, instándome a avanzar. Al menos eso es lo que creí. La oscuridad había dejado de ser tan absoluta, pero aun no era suficiente para descubrir donde estaba.
- Hola, ¿hay alguien aquí?
Si lo había no se dignó a contestarme...Seguí avanzando, o retrocediendo o girando... Mi sentido de la orientación nunca fue una de mis virtudes.
Tropecé con algo y faltó poco para perder el equilibrio. Intente ver de que se trataba pero no distinguí nada. Tomé otra dirección para evitarlo. El gato seguía fielmente mis pasos. De pronto imaginé estar en un laberinto, se asemejaba mucho a uno. ¿Cómo salgo de aquí? ¿Podría regresar al ascensor? Y aunque pudiera ¿de qué serviría?
La desesperación empezó a aguijonear mis entrañas, grité con todas mis fuerzas. La única reacción que obtuve fue la del gato, que se pegó aún más a mí. Extrañamente me sentí reconfortada, no estaba sola.
De la nada apareció ante mí una puerta de madera, en forma de arco. Parecía muy antigua. La toque suavemente y se abrió, invitándome. El miedo nuevamente dio señales de vida, encendiendo luces rojas en mi cerebro. Pese a todo entré a esa nada que se abría frente a mí. Parpadeé incrédula.
Ante mi una mujer con el pelo gris,  lacio, cuyas puntas casi rozaban el suelo. Vestía una túnica amarilla. Su piel era el reflejo de los años vividos.
- Adelante, me dijo con una voz que sonaba melodiosa.
No me inspiraba temor, al contrario, solo incredulidad.
Me acerqué con el gato, con quien ya éramos uno.
- ¿Porque tienes tanto miedo?
Me reí ante tan tonta pregunta.
- ¿No es obvio? Me presenté a una entrevista de trabajo, subí a un ascensor que comenzó a bajar y bajar, parecía que nunca se detendría y…
- No me refería a eso, me interrumpió. ¿Porque tienes miedo de vivir?
La miré sin comprender.
¿Quien sos? Le dije en un tono más agresivo del que me hubiera gustado.
Eso no importa, contesta mi pregunta, dijo con autoridad, sin perder la dulzura.
Me quede callada unos instantes, pensando.
- No quiero sufrir – dije, segura que mi respuesta la dejaría satisfecha.
Me equivoqué.
- Ese no es motivo para dejar de vivir, de encontrar un sentido a tu vida. Aun cuando sufras debes seguir. Tus miedos déjalos acá, en este lugar, y vuelve allá, a tu mundo dispuesta a enfrentarlo.

Comprendí en un instante que todo esto no había sido más que un mal sueño.
- Estoy de acuerdo, solo te pido que me dejes llevar conmigo al gato.

El ruido del despertador me sobresaltó. Abrí los ojos mientras me desperezaba. Ahogué un grito al ver un gato negro con un ojo y dos patas manchadas de  blanco que me miraba.